Carcelero de mi corazón

Martín y no muchos más se bancaron la lluvia frente a Lamadrid

Por Martín Vaglica

Me quité la capucha del piloto porque prefiero sentir las gotas en la cabeza. A esta altura de mi vida las gotas impactan con mayor facilidad sobre el cuero cabelludo, clara señal de la debacle de la resistencia ante la alopecia.

Observo a mí alrededor, y sin avergonzarme debo reconocer que esta noche somos pocos, y esta vuelta me vine solo. Era difícil convocar acompañantes un lunes a la noche, lluvioso, sin aspiraciones a ninguna pelea y contra un club de barrio recién ascendido.

Me detengo sobre los rostros más cercanos y trato de descifrar en ellos motivaciones en común que nos congreguen esta noche. Difícil. Se me ocurren algunas, muchas de ellas rozan la incoherencia de los actos humanos. Entre tantas, destaco una. Este magnífico y humilde estadio, que se ha constituido durante más de medio siglo en el templo donde miles de hinchas sufrimos y festejamos, donde discutimos con nuestros mejores amigos y nos abrazamos apasionados con absolutos desconocidos, donde se declaró en cada partido la sentencia que determinó el humor de tantos de nosotros durante tantos días de nuestras vidas…

Ese estadio, en poco tiempo más se convertirá en una montaña de escombros y luego en un espléndido complejo comercial y habitacional. Duele. Por más que nos cuenten que es un gran paso adelante, que vamos a ser un club mucho mejor, que en el nuevo estadio podrán tocar hasta los Rolling Stones. Igual duele. Quizás por éste, y algunos otros motivos, estamos hoy aquí, mojados, pocos, sin demasiado interés por lo que puedan ofrecer estos jugadores que están desempeñando la peor campaña que recuerde. Un campeonato magro, insulso, que nos cobija en la espesura del fondo de la tabla y en donde a puro machetazo sumamos los puntitos necesarios como para no recalar en la C.

Me retorcía entre este tipo de reflexiones cuando ya había comenzado el partido. Me convoqué al encuentro cuando a los pocos minutos de iniciado, nuestro defensor central se animó a cruzar la mitad de la cancha (ojo, y no era en una pelota parada) y cuando estuvo a no más de 35 metros del arco sacó un zurdazo hermoso que le picó en el borde del área chica al arquero que nada pudo hacer. La humedad del césped hizo lo suyo. 1 a 0. Increíble en los últimos tiempos empezar tan cómodo en un partido. Pero atentos, el gallito hoy está agrandado. Ni bien sacaron del medio, nuestros volantes recuperaron la pelota y luego de varios toques precisos quedó uno de los puntas sólo y frente al arquero. No duda. Define. Estalla la popular local con el 2 a 0. Los que entraron 10 minutos tarde al Urbano no entendían nada. Y cada vez llovía más. Y los nuestros cada vez más precisos, y los carceleros cada vez más perdidos. 

El arquero da cuenta de la situación y se desploma en el piso, en clara intención de aquietar los ánimos en los que se desarrollaba el encuentro. Pero al parecer la lesión era real. Real era también la urgencia con la que su técnico, compañeros y cuerpo médico le rogaban que se parara y continuara el partido. No pudo. Imagínense el entusiasmo y la confianza con la que ingresó el arquero suplente. Y así fue que la primera pelota que llegó a sus manos fue convertida de centro intrascendente a tercer gol del gallo. Poco más de quince minutos y tres pepas.
No recuerdo antecedentes, los debe haber. En la confusión de un encuentro tan extraño me asaltaron recuerdos dolorosos; campeonatos perdidos,  descensos alcanzados, de goles en contra sobre la hora y penales errados, de grandes desahogos y varios fracasos… y qué le va a hacer, alguna lágrima se infiltro entre otras humedades de la noche.

Y otro gol es el que me devuelve al partido. Esta vez, un delantero de los más puteados en mucho tiempo, fue el que se encargó de esperar la salida del arquero y despacharse con un sombrero en exquisita definición. Y así, a los treinta minutos el gallo le ganaba 5 a 0 a Lamadrid. Los siguientes sesenta minutos fueron más parecidos a lo que padecimos en el resto del campeonato, errando pases, comiéndonos goles, etc. El resultado final apenas si decora la anécdota.


Aún llovía cuando caminaba hasta el auto que había dejado estacionado a un par de cuadras, sobre la calle Colón. Fue en estas veredas, en las que ahora fijo mi vista para esquivar charquitos, en las que tantas tardes caminé con la expectativa del triunfo de mi querido gallo, en las que ahora busco la respuesta a una pregunta que no me deja de doler; ¿habrá sido esta la última gran jornada que viva en mi querido Francisco Urbano?

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