Si pudiera, volvería a ir con mi abuelo

Por Germán D'antonio

La fiesta arrancaba al mediodía. O a la mañana. Porque cuando uno se levanta con ese cosquilleo en el estomago es porque el día que le espera tiene algo especial.

La apurábamos a mi vieja para almorzar temprano porque a la una y media a más tardar ya teníamos que estar saliendo para el Urbano.

Eran los tiempos donde todavía se jugaba los sábados y, siempre, a las 4 de la tarde. Pero íbamos más temprano, porque a las 2 jugaba la reserva y mi abuelo no se la quería perder. Y yo tampoco.

Salíamos de casa, caminábamos las diez cuadras que nos separaban del Urbano y llegábamos. Comprábamos las entradas en las viejas boleterías que estaban sobre Brown, y adentro. A abrazarnos con el olor a chori que nos recibía como todos los sábados.

Nos sentábamos en los primeros escalones de la platea, cerca de la popular local. Y ahí nos pasábamos toda la tarde. Llegaban los conocidos, se hablaba de fútbol, obvio, pero también de cosas que yo no tenia ni idea a los 9 años. Veíamos la reserva, mientras la tribuna se iba llenando, de gente, de banderas, de cantitos. Recién empezaban los 90 y el que estaba de moda era: “ole ole ole ole, Sadam Hussein”

Y se hacían las 4, y arrancaba la primera, y los nervios, los gritos, las broncas, las alegrías, las discusiones, las risas. Todo. Esa tarde lo tenía todo. Cuando terminaba el partido pegábamos la vuelta, y yo me iba con ese gustito amargo de saber que la fiesta se estaba terminando y que había que esperar 15 días para volver a vivirla. Volvíamos siempre con un conocido que se tomaba el 236 en el cementerio y nosotros seguíamos hasta casa.

Pero en realidad, la fiesta no terminaba. Quedaba algo más. Llegábamos a casa, nos íbamos a la cocina y mientras mi abuelo se calentaba el agua para el mate, y yo me hacía la leche, prendíamos la radio para escuchar los resultados de los otros partidos. Y ahí nos quedábamos una hora más. Y después sí, el final de fiesta. Hasta dentro de quince días.

Pasaron varios años hasta que volví al Urbano después de que mi abuelo falleció. Y el reencuentro fue como si nunca nos hubiéramos distanciado. Como cuando uno pasa mucho tiempo sin verse con ese amigo del alma, pero cuando se reencuentran no hay reproches, ni enojos, ni un “che, no llamaste mas”, No. Nada de eso. Me volvió a abrazar el mismo olor a chori en la entrada. Las boleterías sobre Brown ya no existían, los conocidos de antes ya no iban más y ya no me sentaba en ese costadito cerca de la popu. Pero no importaba. Había vuelto.

Nunca supe cuando fue la última vez que mi abuelo pisó el Urbano. Pero sí sé cuándo va a ser la última vez que yo lo pise. Y por eso las lagrimas, la emoción y la tristeza. Creo que hay cosas que es mejor no saber.


Y si alguna vez me dieran la posibilidad de vivir un día más con mi abuelo, yo elegiría volver a vivir la fiesta de los Sábados, ésa que vivíamos entre los cuatro: Mi Abuelo, yo, Morón, y el viejo y querido Francisco Urbano

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