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Fernando vive su pasión en cualquier lugar de la cancha |
Por Fernando Morán
Recuerdo cuando conocí el
Urbano, o mejor dicho cuando entré por primera vez, me quedé fascinado. Era una
tarde de esas de primavera ideal para ir a la cancha a ver un partido de
fútbol.
Salimos de casa con mi viejo después del almuerzo, yo tenía ocho o nueve
años. Me acuerdo que mi vieja me había puesto una campera de gimnasia azul,
como las que se usaban antes. Abajo tenía una remera blanca y roja, por alusión
a los colores de Morón.
No éramos de los más pobres; pero veníamos de pasar una crisis económica
importante, como la mayoría de las familias de clase media y el presupuesto en
casa no daba para comprar una camiseta del gallito.
Ya habíamos vuelto al barrio y vivíamos donde vivimos ahora, a unas
veinte cuadras del estadio, así y todo tomamos el colectivo. Al llegar al
centro de Morón, bajamos y empezamos a caminar. Ya cuando pasamos la
municipalidad había clima festivo en las calles, banderas rojas y blancas,
gorritos; pero por sobre todas las cosas, gente, mucha gente. Esa que acompaña
al gallo siempre, vaya o no puntero.
Llegamos al estadio y las entradas se sacaban en unas ventanitas con
rejas rojas, todavía quedan algunas, en la pared que da a la parte de atrás de
la popular local. Así que hicimos la cola. En esa época los menores no pagaban si entraban
de la mano de un adulto.
Cuando mi viejo sacó su entrada popular, fuimos para el único portón de
acceso a las tribunas. El que ahora es solo para la gente de la platea. Algunos
entienden y recuerdan seguramente lo que digo, pero por si algunos no saben,
les cuento. Antes hace más de diez años, para entrar y salir de la popular
había que hacerlo por los costados, no existían las bocas de entrada y salida
en las tribunas.
Creo que los minutos que tardamos desde la entrada, hasta ver por
primera vez la popular de costado, fueron decisivos. Ya mis nervios se habían
convertido en ansiedad. La piel se me empezó a erizar y me entusiasmaba con el
canto de la gente que ya se empezaba a escuchar. Y algunos papelitos de diario,
cortados a mano caían de la tribuna.
Mi viejo me llevó directo al portón de rejas rojo, ese que años después
se abriría para que la gente entrara al césped a festejar el ascenso con los
jugadores. Creo que queda apenas un pedazo de reja, donde hasta hace poco
estaba el gallito de bronce.
Me acuerdo que mi viejo me pasó la mano por detrás de la espalda, a la
altura del hombro. Se agacho y me susurro al oído “date vuelta mira la tribuna,
hijo”.
Cuando giré la imagen me
impactó. Tuve que tomarme unos segundos para comprender lo que mis ojos estaban
apreciando.
Me vino enseguida a la mente las veces que me habían peleado y me habían
cagado a palos los pendejos de mi edad allá en el barrio Los Pinos. Porque yo
nací acá en Morón, en la clínica Córdoba. Pero a los pocos años, mis
viejos compraron un terreno en La
Matanza, a unas veinte cuadras de la cancha de Almirante. Pero así y todo, a mí
me preguntaban de que cuadro era hincha, y yo contestaba que del gallito, del
gallito de Morón. Y ojo que antes no era como ahora. Antes Los Pinos era todo
de Almirante. Entonces la pica era fuerte y cuando sos pendejo viste como es,
te vas a las manos enseguida. Después gracias a Dios, volvimos al barrio.
Lo cierto es que al ver esa multitud, ese clima festivo, esa algarabía
en el aire hicieron darme cuenta de que había valido la pena cada pelea por
defender al gallo. Cada reto de mi vieja cuando volvía a casa con la ropa
descocida y la jeta rota…
La voz de mi viejo preguntándome si estaba bien me trajo devuelta al pie
de la popular, donde me había quedado paralizado. Ahí mismo donde ahora está la
pared que impide pasar de popular a platea.
-¡Estoy re bien!- respondí.
·Entonces, vamos arriba.
Ya una vez arriba, se veía todo. Recuerdo que pasaban los trenes por la
vía que esta detrás de la popular visitante. Y alguno que otro, tocaba bocina,
tratando con el sonido saludar a la gente.
Al rato empezó el partido, yo escuchaba a la gente alentar, pero de
fondo, me parecía escuchar ruido a bombos, trompetas y redoblantes. Entonces
entró del mismo lado que yo, un grupo de gente con paraguas y banderas bancas y
rojas. Por ahí los más grandes saben de lo que hablo. Pero empecé a escuchar a
la gente que decía, ahí entra el jorobado con los bombos. Y por lo que pude
apreciar ,el tipo era el que encabezaba el grupo.
Ya para esta altura el corazón parecía que se me salía del pecho. Y ya
no solo tenía piel de gallina sino que también se me paraban hasta los pelos de
la espalda. Claro
que no me acuerdo como terminó el partido, y lo extraño es que tampoco recuerdo
haber visto jugar al equipo o ver rodar la pelota. Solo alguna
que otra imagen congelada da vueltas por mi cabeza. Lo que sí no me olvido, es
de la gente alentando al gallito.
Después seguí yendo, y con el tiempo me probé en el club, tuve suerte de
quedar y jugué en las inferiores. Entonces íbamos a verlo a la platea, aunque
para mí no era lo mismo…
Recuerdo que me tocó jugar muchos sábados a la mañana en el Urbano
y me llevaba mi vieja. Entrar por el túnel a la cancha para mi era fascinante,
o cambiarme en el vestuario donde más tarde se cambiarían los jugadores…
Incomparable.
Con el tiempo mi viejo me sacó
del club, según él jugaba bien, y el técnico quería llevarme a probar a
las inferiores de otros clubes de primera, como Vélez. Claro que los gastos serían
otros, y en casa la plata no alcanzaba para el viaje y esas cosas. Poco
después, ese entrenador se fue y la categoría en la que jugaba no volvió a ser la misma. Y como yo iba para
divertirme mi viejo decidió sacarme y no llevarme más.
Más tarde, si los sábados jugaba Morón, decía que iba a la casa de un
amigo y me escapaba para ver al gallo.
Jugué en varios clubes. Siempre soñando volver a Morón, porque nunca
volví a sentir eso que sentía cuando pisaba el césped del Urbano. Hasta que me
lesioné y todo se vino a pique, sabía que mi sueño, como el de muchos, de jugar
en Morón y llevarlo a lo más alto no llegaría. Mi vida tomo otros rumbos y
finalmente me alejé del club por un tiempo.
Hasta que un día decidí
volver, y fui a ver un partido de viernes por la noche. Pero el Urbano no era el mismo que había conocido
años atrás. Y lamentablemente la gente tampoco. Solo era un grupo reducido que
intentaba alentar al gallo con el corazón, más que con la garganta.
Entonces me di cuenta de que
tenía que volver, que por más que sean pocos o muchos, tenia que estar ahí en la tribuna. Pasaron
las semanas y empecé a ir a la cancha. Curiosamente los primeros partidos fui
solo, tuvimos suerte de entrar al reducido, llegar a la final y pelear por el
ascenso al Nacional. Ahí claro aparecen los de siempre, los que se acuerdan que
son hinchas del gallo cuando esta por ascender.
Al partido con Defensa no pude ir, pero ya todos saben lo que paso, no
pudo ser. Al año siguiente ascendió quien menos queríamos. Así y todo no me
importo, me hice más hincha de Morón que nunca. Y volví a estar presente cada
partido.
Es que una vez un hombre me dijo, cuando entres al Urbano ya no vas a
poder dejar de ir. Es como la casa de tus abuelos donde de chico jugabas a la pelota. Como la mina
del barrio que te encanta y no te dice que sí, pero tampoco te dice que no. Y a
vos te sigue gustando y seguís empecinado en que te va a dar una cita, y por
eso le seguís insistiendo.
A mí mucho no me importa, mientras la banda aliente y el gallito juegue
y ponga huevo. Yo voy a estar ahí como ahora, allá arriba en la popular o abajo
como más de un partido que estaba enfermo y voy igual porque no puedo dejar de
ir.
Además cada vez que voy, no hay vez que no venga a mi mente…
CUANDO CONOCÍ EL URBANO.